miércoles, 24 de diciembre de 2008

Vocación (iii)

por Fodor Lobson

(Continuación, viene de acá)
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Dejé pasar un par de años desde que “perdí” el apéndice antes de intentar que mis amígdalas corrieran la misma suerte. Para mi decepción, un simple examen ocular del Doctor Mauri, nuestro nuevo médico de cabecera, bastó para confirmar que a pesar de mi insistencia no había ninguna necesidad de realizar la intervención.
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- Parece que alguien está buscando excusas para hartarse de helado – le decía socarrón el galeno a mi madre
- Ojalá - Murmuraba ella por lo bajo, mientras se despedía con una sonrisa forzada que tenía más de rictus que de otra cosa y se preguntaba cuánto tiempo nos iba a durar ese médico.
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Al salir del consultorio mamá me juró que si volvía a intentar algo así, lo más cerca que iba a estar de un bisturí iba a ser en la mesa de autopsias después de que ella me matara con sus propias manos. No más quirófano, no más cicatrices, ¡una lástima!
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Entré en la adolescencia, con todo el desbarajuste hormonal y apareció en mi vida mi primer amor no correspondido. No iba a dejar pasar esta magnífica oportunidad para incorporar a mi prontuario un buen cuadro depresivo. Empecé a comer menos, a encerrarme en mi habitación sin hablar con nadie durante todo el fin de semana, a quejarme de falta de energía – me levantaba de la cama para desplomarme en el sofá y viceversa – me dedicaba a dibujar tumbas y ataúdes en cualquier recorte de papel que cayera en mis manos, pero al cabo de unas semanas de que nadie me diera bola me aburrí y decidí abandonar la rama psicológica de la profesión y centrarme en las enfermedades físicas, que para qué vamos a negarlo, son mucho más vistosas.
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A los dieciséis años, Helena, una amiga de clases de inglés, me llamó a la casa para avisarme de que le habían encontrado tuberculosis y que como era muy contagiosa, todos sus familiares y amigos más directos tenían que hacerse las pruebas para asegurarse de no haberla contraído. A mí no me hacía falta ningún test. Yo ya sabía que me había contagiado, hacía semanas que no podía dejar de toser a todas horas y si no ardía de fiebre era porque estábamos en invierno. Colgué el teléfono, carraspeé y como quien no quiere la cosa le anuncié a la familia
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- La Lenny tiene tuberculosis y dice que lo más probable es que me haya contagiado – tosí ruidosamente y me llevé la mano a la cabeza – debe ser por eso que tengo tanta tos
- por eso o por que estás fumando como un carretero … – soltó mi hermana que venía esperando la ocasión propicia para soltar la bomba desde que me había pillado con un pitillo colgado de la boca a la salida del cole.
- Ah bueno, lo único que nos faltaba –mi padre se levantó del sillón como si estuviera accionado a resorte – además de ser tonto, ahora resulta que fumas. Como te vea tocando mi paquete de Winstons te voy a sacar la tuberculosis a hostias.
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Y así estuve un par de semanas, disfrutando mi tuberculosis, que, por no estar bajo medicación, empeoraba día a día, lo cual quedaba demostrado por mi tos en aumento. Además de eso, y sin que tuviera ninguna relación, mi dosis diaria de nicotina se había incrementado en dos pitillos extra, un Winston robado del paquete de papá por la noche y un Royal Crown light robado del bolso de mamá por la tarde.
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Todo terminó cuando el padre de Helena llamó a mi casa para preguntar si las pruebas habían ido bien y yo estaba limpio. Al día siguiente mi madre me arrastró al Clínic donde me hicieron una placa de pecho y la prueba de la tuberculina. Según los médicos dieron negativas, pero todos sabemos que esos test no son siempre confiables.
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Así estaban las cosas al finalizar tercero de BUP; con los caminos de la cirugía y la depresión cerrados, superada la etapa de la tuberculosis, sin rumbo fijo y con la necesidad de decidir al año siguiente qué carrera debía seguir. Estaba estancado.
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La conveniencia de estudiar medicina fue lo primero que se me ocurrió, toda la información y la posibilidad de contraer enfermedades al alcance de mis manos, pero tras pensarlo bien, me di cuenta de que ser médico significaba estar del lado equivocado. Y no me iba a traicionar a mí mismo de esa forma.
La farmacia estaba mejor, tenía una cantidad razonable de información a mi disposición, cierto contacto periódico con potenciales portadores de infecciones, pero con un acceso demasiado fácil a los remedios. Y yo lo que quería era estar enfermo, no curarme.
Tras unos días de dudas entre la química y la biología, me decanté por la primera y empecé COU con la decisión tomada de iniciar la carrera de Ciencias Químicas al terminar el curso.
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Los años de universidad pasaron volando, pero fueron muy fructíferos. Tuve bronquitis, angina de pecho (con preinfarto incluido), ciática, piedras en el riñón, mononucleosis, hepatitis, sífilis, meningitis, osteoporosis, un par de úlceras y un episodio de envenenamiento por metales pesados a los que estaba seguro haber estado expuesto durante unas prácticas de laboratorio. Todo eso sólo en cinco años y en una época en la que la internet todavía no estaba al alcance del ciudadano de a pie.
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El día que me recibí la familia estaba orgullosa, ya que por fin podían contar con un licenciado universitario en la familia, ¡y a los veintidós años!. Yo estaba orgulloso porque durante esos años de maduración me había convertido en un hipocondríaco hecho y derecho y estaba convencido de que lo mejor, todavía estaba por venir.
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(Continuará. No se pierda la cuarta y última entrega de esta historia)

4 comentarios:

Carpe diem dijo...

Bonitas entregas. (Sí, sí, tiempo para leer de tanto en tanto tengo, y esta historia la vengo siguiendo).
Saludos

gerund dijo...

jajajajja
bue ní si mo

cuando termine la saga, le hago un comentario...

Cassandra Cross dijo...

Pero esto se pone cada vez mejor! :-D

Fodor Lobson dijo...

Carpe,
búsquese también un tiempito para postear, dele deeeeele.

Gerund,
jajaja, mejor no diga nada hasta que termine la saga, que con lo mucho que me conoce usted, seguro que ya está adivinando cómo termina.

Cass,
vió, es cómo los vinos!!! con el tiempo se avinagra (cuack)